Para analizar en profundidad lo acaecido en España en los últimos doce meses en el ámbito económico y avanzar en la medida de lo posible los acontecimientos previsibles en 2020, es necesario remontarse a 2015, año en el que comenzó a consolidarse la recuperación iniciada en 2014.
En poco más de doce meses y tras una trayectoria de decisiones políticas ortodoxas y sensatas y por el gran esfuerzo de empresas y trabajadores, la mayor parte de los agentes económicos, dentro y fuera de España, cambiaron su percepción sobre nuestra economía.
Entonces, empezó a parecer muy lejana la situación extremadamente grave por la que atravesó la economía española desde 2008, cuando se consideraba inevitable su rescate y sólo había discrepancias sobre la fecha exacta en que se produciría y la letra pequeña que lo acompañaría.
A la caída de la actividad productiva, el desbocado aumento del desempleo, el fuerte ajuste de las cuentas públicas y el deterioro de la mayoría de los indicadores económicos, se agregaban los riesgos del sistema financiero y el crecimiento del déficit público por la desviación de algunas Comunidades Autónomas y entidades locales y por la revisión a la baja del PIB.
Tras el durísimo ajuste que se produjo en los siguientes años, progresivamente y sin pausa, los indicadores económicos viraron del rojo al negro, la confianza de consumidores y empresarios creció y se recuperaron la inversión y el consumo privados.
Las restricciones presupuestarias todavía constreñían la inversión pública y no permitían alegrías, pero por primera vez en años hubo un consenso de instituciones nacionales e internacionales sobre las perspectivas favorables para nuestra economía, beneficiada también por un entorno exterior más dinámico, una baja prima de riesgo, la política monetaria expansiva y los avances evidentes de la consolidación fiscal.
Así, el año 2016 arrancó con un escenario de recuperación sólida, apoyada en la mejora de la demanda interna y en una incipiente recuperación del crédito. La inversión empresarial y las exportaciones fueron los dos motores del crecimiento económico, y el mercado laboral comienza a trasmitir optimismo.
Obviamente existían sombras en aquel paisaje económico, todavía afectado por un alto nivel de endeudamiento y por la falta de financiación de las pymes que limitaban el crecimiento de la demanda interna, si bien una inflación muy moderada contribuía a la recuperación del consumo.
La situación, en los meses siguientes, hasta llegar a 2017, siguió beneficiándose de un clima general de estabilidad y previsibilidad, y de la toma de medidas concretas que permitieron consolidar la situación y aprovechar los esfuerzos realizados por particulares y empresas para impulsar la actividad, crear empleo y elevar los niveles de bienestar deteriorados por la recesión.
El crecimiento de la actividad y del empleo, única forma realmente eficaz y sostenible para asegurar el crecimiento de la riqueza y el bienestar, exige ese marco estable y previsible que fomente la inversión y la innovación.
Tras años de esfuerzo para convencer a nuestros socios y clientes de que éramos un país fiable que cumpliría sus compromisos y pagaría sus deudas, hoy, esa deseable estabilidad que nos ha permitido transmitir la idea de que somos un buen lugar para invertir y un excelente proveedor de bienes y servicios, vuelve a estar en cuestión.
Lamentablemente, nuestra economía lleva tiempo sufriendo la falta de decisiones o la toma de las equivocadas, es decir perjudicando la actividad. En esa situación es difícil que el riesgo inversor pueda rentabilizarse en un mercado interior sólido, protegido de ensoñaciones fragmentadoras, para que, sobre esa base, pueda proyectarse a ganar y consolidar mercados, apoyada en una imagen país asociada a la estabilidad institucional, la calidad, y la coherencia de las administraciones.
En estos últimos meses las reformas que hubieran permitido reforzar la estabilidad para consolidar lo conseguido y asegurar el crecimiento futuro, han brillado por su ausencia y no se puede señalar ninguna iniciativa realmente útil para racionalizar el gasto público, impulsar el crecimiento, generar confianza, facilitar el crédito, reducir impuestos e impulsar el consumo y la inversión.
Formado ya el nuevo gobierno, el tejido económico español, mayoritariamente formado por pymes, necesita un entorno normativo único, sencillo y previsible para las empresas, y un escenario político y legislativo estable que no actúe como un obstáculo a la inversión y que permita movilizar fondos internos y atraer los externos hacia la innovación y la competitividad.
Lamentablemente, son muchos, los que lejos de contribuir a mejorar las cosas, parecen empeñados en agravar una situación en la que la fragmentación del mercado y una profusión legislativa disparatada, han creado un cuerpo normativo inmanejable que supone altos costes formales y materiales, y un pésimo caldo de cultivo para la actividad empresarial.
En paralelo, es necesario reactivar el acceso de las empresas a la financiación en condiciones razonables para superar los problemas de escasa disponibilidad y alto coste, a los que se añade la elevada morosidad, que han frenado la capacidad productiva de algunos sectores y comprometido seriamente la viabilidad y la supervivencia de muchas empresas.
El clima favorable a la inversión necesita, más que ayudas públicas y subvenciones, una fiscalidad adecuada que reduzca el Impuesto sobre Sociedades, especialmente para las pymes, reduciendo las distorsiones que incentivan la evasión fiscal y desaniman la asunción de riesgos y la puesta en marcha de nuevos proyectos.
Las empresas, especialmente las industriales, necesitan un suministro energético previsible, seguro y a precios competitivos. Los precios de las energías y especialmente la eléctrica no pueden depender de decisiones políticas, peajes no basados en el precio de producción eléctrica y que repercuten en el precio y lastran la competitividad.
Además, las empresas deben innovar, su éxito depende en gran medida de que las inversiones en investigación y desarrollo se orienten al mercado. Adecuar el marco de la investigación a las necesidades de pymes, mejorar el tratamiento fiscal de la inversión en I+D+i, fomentar la colaboración Universidad–Empresa, avanzar en la financiación y simplificar procedimientos, normativas y reglamentaciones, redundaría en hacer más atractiva la inversión en investigación, desarrollo e innovación.
En la formación de los trabajadores y técnicos se juega una parte importante de nuestra competitividad. No es posible mejorar productos y procesos, innovar y competir, sin un personal sólidamente cualificado y capaz de seguir formándose.
Además de la cualificación y las herramientas de adaptación profesional necesarias, para afrontar crecientes cambios tecnológicos y exigencias de los mercados, la legislación laboral es clave y ninguna solución va a venir de revertir las reformas normativas que permitieron acercar en flexibilidad y eficiencia nuestro mercado laboral a los de nuestros competidores y contribuyeron decisivamente a superar la crisis y crear empleo.
Otras reformas como las de la Educación, el Sistema de Pensiones y la Seguridad Social o la definición de una Política Industrial de futuro no parece, en ningún caso, que vayan a verse favorecidas por los nuevos vientos de la política.
La sociedad española consiguió revertir la crisis económica y dejar atrás la recesión, pero ahora, el sentimiento ha virado y al margen de algunos indicadores inquietantes, la sensación es que nos desviamos del camino que permitió alejarnos de los peores años de nuestra reciente historia económica.
Seguir recorriendo con seguridad ese camino exigiría prudencia, estabilidad, previsibilidad y continuidad en las reformas. Lo contrario es precisamente lo que transmiten los nuevos tiempos, que se parecen demasiado a aquellos de 2007 y 2008, cuando se construyó el mayor monumento al eufemismo para evitar llamar a la crisis y a la recesión por sus verdaderos nombres, quizás en la creencia de que ignorarlas permitiría eludir sus efectos.
José Miguel Guerrero Sedano
Presidente CONFEMETAL